Áncora

La Vía Dolorosa de Florencia Urbina: el dolor transfigurado y sublimado

Nuestra gran artista propone una lectura inédita y supremamente bella del martirio por excelencia de la historia humana

La pintura de inspiración religiosa no es en modo alguno ajena a Florencia Urbina. Ya había creado una Santa Cena asaz heterodoxa, donde los comensales usan máscaras y Jesucristo es negro. Pero la elaboración de su Vía Dolorosa en catorce cuadros concebidos como un continuum fue un desafío tremendamente difícil. La artista padeció uno de esos momentos de sequía, la avaricia de las musas, el silencio del duende y el ángel de la mitología lorquiana, que suelen afligir a los creadores cada cierto tiempo. Hasta que el dolor de la pandemia, con su sorda angustia, el horror de la reclusión y las cifras de la muerte que no cesaban de aumentar, le volvieron a poner el pincel en las manos. No es exagerado afirmar que esta obra es, como diría Baudelaire, una “flor del mal”: lirios y nenúfares de exquisita fragancia y blancura inmaculada que brotan de la descomposición de las miríadas de bacterias del pantano, y suben verticales hacia la luz, sedientas de sol y firmamento. Obra nacida en el dolor, ese gran partero de los artistas.

Primero, señalemos los aspectos técnicos de esta magistral secuencia. Se trata de catorce lienzos de 80 centímetros de ancho por 1 metro de alto, comisionados por un coleccionista que ha amado el arte de Florencia desde larga data. Nuestra artista usa el acrílico y el carbón sobre tela. Los diseños están inspirados por el batik, modalidad que ella ha cultivado con fruición, y que tomó del arte de Java, Indonesia y Sumatra, latitudes en las que dejó largos segmentos de su vida. Pero el batik es aquí tan solo una ilusión. Florencia la usa para los segundos planos, para el fondo sobre el que se decantan las figuras. Esta superficie le da a los cuadros una luminosidad, una iridiscencia, una suerte de movimiento y de reflexión especular que es magia pura. Utilizó el acrílico Winsor and Newton, que por la alta concentración del pigmento, le garantizan a la obra una larga y saludable vida. Las telas fueron previamente preparadas con una base de gesso blanco, a fin de fijar mejor los colores, de darles una textura casi vibrátil, una luminosidad sobrenatural: los diferentes matices cromáticos “cantan”, se conviertan en música. Por momentos tenemos la impresión de estar en presencia del gran arte del vitral, esas espléndidas imágenes luminosas de las catedrales góticas franco-normandas.

La obra es un monumental ejercicio de piedad, misericordia y solidaridad: no constituye un himno al dolor, sino, antes bien, un triunfo sobre él. Florencia desnuda la fragilidad, la esencial vulnerabilidad humana del dios-hombre. Pero en su concepción más pesa el ser humano que el dios. Por ahí entrevemos el susurro de Rafael, de Miguel Ángel, de los grandes escultores del Renacimiento: a fe mía, buenos maestros para seguir su traza. Así que en esta concepción ecléctica y poco convencional, la academia y el clasicismo coexisten armoniosamente con la audacia y la innovación.

La gestación de estos catorce bastidores duró más de tres años. La artista plasma en su obra varios niveles martirológicos: el que es inherente al relato bíblico, la muy actual crisis del Covid, y esa cruz que deben llevar los artistas en un país como el nuestro: críticas arteras, envida, intriga, escupitajos verbales, y el símbolo nacional y patriótico por excelencia: nuestro proverbial serrucho, que debería figurar en el pabellón nacional con mucha mayor razón que las carabelitas y montañitas.

Un coup de génie de Florencia: le asignó a las vestiduras de Cristo el color naranja: el mismo que usan los condenados a muerte en los Estados Unidos. Hay foto de Ted Bundy de camino al patíbulo que ponen los pelos de punta: la similitud de posturas del asesino serial y del Redentor es escalofriante. Florencia castiga a los opresores y denostadores de Cristo decapitándolos. ¿Cómo? Pues haciendo figurar sus cuerpos en el lienzo, pero dejando sus cabezas fuera de ellos: que para siempre permanezcan como bichos anónimos, despreciables, privados de rostro.

He aquí el contenido de los catorce bastidores.

Primero: Cristo es condenado a muerte.

Segundo: la cruz, esa que supuestamente todos llevamos, y de la que se ha dicho: “Dios no le da a nadie una cruz que no sea capaz de cargar”.

Tercero: primera caída. Hay que seguir adelante, y apurar el cáliz del dolor hasta la hez.

Cuarto: la Madre. Es la tesitura del amor, la empatía, la identificación en el dolor, el stabat mater dolorosa, la exaltación de la mujer.

Quinto: Simón de Cirene toma momentáneamente el relevo de la cruz para aliviar la postración del supliciado. Una oda a la solidaridad.

Sexto: la Verónica (etimológicamente, “la que ve la verdadera imagen” -vera icon-) enjuga el rostro de Cristo.

Sétimo: segunda caída. Una mano amiga se extiende hacia Cristo, que no por ello abandona su cometido.

Octavo: las mujeres de Jerusalén apoyan a Cristo. La solidaridad y la pureza espiritual de los niños.

Noveno: tercera caída. Como decía Robert Frost: “En dos palabras puedo resumir todo cuanto de la vida he aprendido: sigue adelante”.

Décimo: Cristo es despojado de sus vestiduras: el perverso gozo de la humillación, el cuerpo expuesto, flagelado y reducido a su irreductible materialidad.

Decimoprimero: la crucifixión, el ápex, la cima del dolor humano.

Decimosegundo: muerte en la cruz. Vemos los tres mástiles de muerte sobre la cima del monte Calvario, Cristo y los dos ladrones, tríada imborrable en nuestro subconsciente colectivo.

Decimotercero: el cuerpo de Cristo es bajado de la cruz. La Pietà. La madre sostiene el cuerpo exánime de su hijo. Abandonado a sus brazos, nos embarga la impresión de que la más leve distención de la Madre bastaría para que el cadáver se desplomase rodando a sus pies. Florencia conjuga aquí los cuatro valores esenciales que animaron su obra: amor, piedad, dolor y ternura, siendo esta última la cualidad por antonomasia de las madres.

Decimocuarto: Cristo es depositado en el sepulcro. La esperanza de la resurrección anima esta bellísima imagen. Luego viene la apoteosis, que Florencia omite: su cuerpo se eleva al cielo nimbado de luz purísima, de un resplandor como el mundo jamás ha visto.

Este portentoso ciclo estuvo expuesto durante dos meses en el Centro Cultural San José, en los Yoses, pero la pandemia conspiró contra él, y tuvo apenas un puñado de audaces espectadores. Actualmente figura en una colección privada. La buena noticia es que podemos disfrutarla virtualmente entrando en la página de Facebook de Florencia: ARTESPACIO.

No tengo nada más que decir. Este nivel de belleza nos deja mudos. Lo único procedente es guardar un reverente silencio. No nos vaya a pasar lo que le sucedió al poeta del cuento de Borges “El espejo y la máscara”, que después de crear la hermosura poética absoluta tuvo que quitarse la vida con un puñal que en sus manos depositó el rey de la comarca.